Cuando escuchaba el abrir de la puerta
Rosario corría con una sonrisa momentánea, perdida en el universo de las
emociones que regresan confusas cuando se pierde al ser amado ¿Qué pasará con
la felicidad absoluta, la felicidad que te lleva a las lágrimas? ¿se habrá
marchado con el hijo ausente? Rosario luchó como otras madres que buscaron
incansablemente a sus hijos, hijas, esposos que jamás aparecieron, no se sabe
si como en Argentina los cuerpos fueron arrojados al mar, si fueron incinerados
o enterrados, o si están vivos aún, si presas del asco y la podredumbre causadas
por la tortura y el abuso enloquecieron y son indigentes. Quizá estén en algún
lugar de asistencia en calidad de desconocidos. En nuestro tercer mundo el
universo de posibilidades es infinito.
La primera vez que escuché sobre la
Matanza de Estudiantes del 2 de octubre de 1968, estaba en la escuela primaria.
El libro de texto de historia relataba brevemente lo acontecido, no se sabía en
realidad causas ni consecuencias, no se hablaba sobre el número de muertos o
desaparecidos. No recuerdo haberme preguntado nada porque nada sabía, eran los
años 80 y las noticias nos llegaban con Abraham Zabludovsky, parecía ser un
mejor país porque los infortunios permanecían en la penumbra de la
invisibilidad.
Después, la matanza se hizo discurso en
la izquierda, se hizo bandera en los jóvenes y sus protestas, se hizo grito
rebelde y motivo de fiesta, se hizo excusa para no ir a clase, para cerrar
universidades e improvisar días de asueto. No me parece aventurado decir que
para algunos, la matanza estudiantil es un viejo pergamino, gastado por el manoseo triste,
porque pocos, muy pocos se han atrevido al acercamiento comprometido. He de
confesar, que del Jueves de Corpus me enteré hasta la edad adulta, fue allí
donde desapareció Jesús Piedra Ibarra, que según la descripción de Poniatowska
en su texto Los desaparecidos, era un
joven que “…como todos los muchachos de su edad tenía inquietudes sociales, quería saber qué diablos hace uno
sobre esta tierra, para qué serviría
algún día, cuál era su identidad cultural, cuál su país, y esto mismo lo
hacía valioso. No se conformaba como
tantos con ser sólo lo que los demás veían o lo que él veía de sí
mismo en el espejo…”
Rosario Piedra Ibarra hoy tiene más de ochenta
años y jamás (palabra terrible por inconmensurable e irreversible) volvió a ver
a su hijo. Ni ella, ni otras tantas mujeres a las que un miércoles 2 de octubre
de 1968, o un jueves 10 de junio de 1971, les robaron para siempre un pedazo
del corazón que seguirán buscando hasta el último día en cada rostro
desconocido, en cada silueta apenas delineada. Porque ni la Noche deTlatelolco,
ni el Jueves de Corpus Christi concluyeron con la represión y el asesinato, no
son historias que hayan finalizado aún, continúan vivos mujeres y hombres que
buscan un pedazo arrebatado de sí mismos; continuamos nosotros los de ese día y
los de ahora que albergamos el hastío en aumento por la injusticia y la
desgracia. Aunque muchos estimen la idea de la historia triste que sirve de
recurso para avivar pasiones, Tlatelolco es algo más, es una historia inacabada
que como un fantasma vive un peregrinar tristísimo y constante.
5 de
octubre, 2012
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